lunes, 29 de septiembre de 2008

FRANCISCO G. CASTRO

POR ORDEN DE PUBLICACIÓN

1. Don Quijote de la Mancha (1605)
2. Rojo y negro (1830)
3. Madame Bovary (1857)
4. Crimen y castigo (1866)
5. La isla del tesoro (1883)

6. Ana Karenina (1887)
7. Mandrágora (1911)
8. En busca del tiempo perdido (1913)
9. Viaje al fin de la noche (1932)
10. Memorias de Africa (1937)

EL PORQUÉ DE MI LISTA

He elegido sobre todo obras de peso y relevancia histórica, pero que han sido sin duda importantes a nivel personal en mi vida.

Es el caso de Don Quijote, el primer y más grande y quizá más maravilloso alter ego de la literatura, un personaje, sí, pero también un icono literario como pocos. Esto hace de don Quijote un libro doblemente grande: por un lado está su escritura, por otro la creación de este icono, que ya pertenece a la imaginación colectiva.

Todos fantaseamos en mayor o menor medida con los mundos y los personajes de los libros que realmente nos causaron una impresión. Ese es uno de los motivos sin duda para que otro de los libros elegidos sea “Crimen y castigo”, de Doctoievski.

Además, entre dos libros existe una secreta relación: los personajes principales de ambos libros aspiran a más de lo que pueden, y los dos en nombre de un ideal. Los dos, a su manera, han de redimirse o reconciliarse con una idea del mundo y de la humanidad más abierta, generosa y flexible.

De un modo o de otro, la gran novela exige que su personaje atraviese la vida y el mundo y se inicie en sus complejidades y, sobre todo, en una comprensión más profunda del ser humano y de sus desafíos. Incluso diría que la gran, gran novela exige sino el espejismo de la ilusión (o de la conclusión), sí al menos la difícil adquisición del sentido, o del principio del sentido. La respuesta a todo eso, es la novela que más emociona de cuantas he leído, “Ana Karenina”.

En cuanto a Flaubert, bueno, él es el histérico por excelencia del lenguaje, pero era también un hombre de inmenso talento y al que la sensibilidad, sin duda, le pesaba sin querer. Gracias a todo esto, pudo escribir “Madame Bovary”, una obra donde además todos elementos se equilibraron con la historia que quería contar. El problema es ser un histérico del lenguaje, y que esa sensibilidad y ese talento y ese equilibrio, falten.

A nivel personal, sin embargo, me identifico más con “Rojo y negro”, y la vena romántico-iniciática de su historia. ¡Iniciación y además romance! ¿Qué más puede pedir la vena romántica de algunos? Además, está la idea del sacrificio, idea que bien se puede mirar románticamente –en cuyo caso, creo yo, se encontrará poco- o bien se mirar en un sentido más amplio –en cuyo caso, creo yo, se encontrará mucho.

Llegamos así, por respetar un poco el orden cronológico de mi lista, a “La isla del tesoro”, novela que quizá encarna mejor que ninguna otra lo esencial de lo que llamamos lenguaje narrativo: y que sería no tanto el acto de contar una historia –todas las historias así escritas, con esa premeditación, parecen caer un poquito a plomo en medio de la realidad-, sino el acto de narrar la acción “espontánea” misma, desde el momento en que esa acción comienza, hasta que por fin dicha acción finaliza. Digo acción espontánea, porque muchas novelas o relatos que se quieren de acción carecen del espíritu de la acción misma, el cual es siempre espontáneo, sin verdadero principio ni final en realidad. Aquí la historia en lugar de caer a plomo, parece que viene a surgir de un movimiento continuo y en un movimiento continuo se desvanece.

Pero ¡cómo me gustan los espíritus extravagantes, excéntricos, incluso un poco dementes! ¿Sería posible el espectáculo de la vida sin ellos? Hanns Heinz Ewers. Apuntad ese nombre. Sólo el nombre ya parece un conjuro mágico. Y lo que se conjuró a través del individuo de este nombre fue la, para mí, única novela de carácter fantástico, digna de mencionar entre las más grandes novelas de la literatura universal.

Imaginativa, irreverente, grotesca, trágica, sensual, tierna. El ensueño del paraíso pocas veces ha sido tan bien descrito como en uno de los capítulos finales de este relato. Y la expulsión de ese mismo paraíso, que el lector hará suya, tampoco. Sólo por eso, después de leer este libro, ya no necesitamos más libros. Y apurar ese olvido, después de una lectura, lo mejor.

“En busca del tiempo perdido” tiene su grandeza exagerada. Es casi una obligación incluirlo. Y eso es lo malo. Es un libro maravilloso. Y el espíritu de Proust no es un espíritu pequeño, pero tampoco es un espíritu todo lo grande que debiera ser. Esto porque con eso que digirió, su espíritu debería haber sido un poquito más grande, haber tenido algo más de espacio a su alrededor, pero la impresión es que Proust prácticamente igualó su espíritu a lo que digirió. El escritor francés es muy, muy grande y maravilloso, pero esta reflexión me parecía oportuna. Proust no acabó de entender sus éxtasis, lo cual es tanto como decir que no acabó de entender su propia vida. Y eso, para alguien que quiso tanto, que ambicionó tanto, me parece una falta digna de consideración.

En penúltimo lugar, “Viaje al fin de la noche”, libro que sólo puede disfrutarse bien, a la luz de una visión védica o mística de la existencia: la vida como espectáculo. Si Céline no lo vio así, ése es su problema, pero creo que una parte de él debía darse cuenta de que estaba armando, componiendo un gran espectáculo. Al hacerlo así, Céline, fue como si nos regalara una especie de tercer ojo para ver y entender lo que describía. ¿Le faltó a él ese tercer ojo en la realidad? Sí, por eso acabó de enfermar. En cualquier caso, “Viaje al fin de la noche” no tiene nada que ver con el nazismo, sino con una escritura visionaria de componentes complejos y variados: la parodia, el nihilismo, el absurdo, el poder de la metáfora, e incluso -¡quién lo diría, viniendo de Celine!-, un par de arrebatos de humanidad que jamás que se citan, y que hacen que Céline pueda, él también, ser digno de figurar en una antología de la compasión.

Hemos terminado. “Memorias de Africa” es un altiplano, es un mosaico, no una trama, no un suspense, es una gran mirada contemplativa a este mundo con todo su horror y toda su belleza. Hay en él también un espíritu amplio, generoso, creo que uno de esos espíritus, de los cuales uno admira su falta de prejuicios: la humanidad es diversidad y es una mezcla, y la vida es variada y no es como nosotros queremos. Así que la distancia que hay que recorrer desde donde estamos nosotros hasta dónde está ella, es una distancia importante. Creo que es de esa distancia que agoniza, entre ella y nosotros, de la que hablan todos estos libros. Y eso, me parece a mí, está bien.



Francisco González Castro
Director de Arteduna-Escuela de Creación Literaria

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